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¿Por qué tantos políticos apelan al discurso del odio?

Francisco Collado, Profesor de Sociología, Universidad de Málaga

¿Por qué tantos políticos apelan al discurso del odio?
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¿Cómo es posible que algunos destacados líderes políticos incluyan el odio en sus discursos y en sus ideas? La respuesta lógica debemos buscarla en dos elementos presentes en la esfera política: la pérdida de influencia de los anclajes políticos y la capacidad de los populismos para configurar identidades y alteridades.

Este es el paisaje en el que han brotado figuras como la de Steve Bannon, que representa el principal ideólogo y comunicador del discurso político que llevó a Donald Trump a la Casa Blanca. Este discurso ha estado caracterizado por el continuo recurso al odio, la xenofobia y un nacionalismo populista; e ideológicamente por un proteccionismo económico y una reconfiguración del papel que Estados Unidos debe jugar en el ámbito internacional.

Pero existen otros líderes políticos que han hecho del odio su emblema, como el ex vicepresidente italiano Matteo Salvini y el primer ministro húngaro Viktor Orbán, que también son admirados políticamente por Bannon.

Desde una visión macropolítica, podemos observar hasta qué punto estos ejecutivos han influido en la pérdida de calidad democrática en sus países. Un repaso al Democracy Index elaborado por The Economist demuestra como Estados Unidos, Italia y Hungría han sido catalogados como “democracias defectuosas” coincidiendo con el gobierno de estos líderes.

Sin embargo, el informe anual de Freedom in the World 2019presenta a Estados Unidos e Italia como “Estados libres” o países donde se mantiene aún un grado democráticamente aceptable de derechos y libertades, mientras que declara a Hungría como parcialmente libre, aunque señala riesgos para la gobernanza democrática en el caso estadounidense e italiano directamente relacionados con los gobiernos de Trump y Salvini.

Las advertencias de Maquiavelo

El odio como el terror es un instrumento al servicio de intereses políticos. La clásica obra de El Príncipe de Nicolás Maquiavelo dedica un capítulo completo a determinar cuáles son las cualidades más deseables en el gobernante. Ante la disparidad de rasgos personales, el estadista florentino defiende que aquellos líderes excesivamente amados pueden ser traicionados por ser considerados ingenuos, mientras que aquellos que son odiados pueden ser suprimidos violentamente.

El odio es, por lo tanto, una herramienta política que Maquiavelo considera poco óptima para el rendimiento político y poco beneficiosa para la gobernanza. Y al respecto, se debe añadir que esta recomendación fue pronunciada en un momento histórico en el que la democracia como sistema de gobierno aún no existía.

Los politólogos [Seymour M. Lipset y Stein Rokkan] afirmaban que los votantes en las democracias occidentales se posicionaban políticamente en torno a cuatro anclajes que representaban cuatro fracturas sociales a lo largo del siglo XX.

Estas fracturas, o cleavages, eran cuatro dicotomías:

  • habitantes de ciudad contra los del ámbito rural,
  • los fieles del credo religioso dominante y los laicos,
  • los empresarios y los empleados,
  • la centralización política frente a los defensores de la periferia geográfica del país.

A estos cuatro elementos se les añadiría más tarde el conocido eje entre izquierda y derecha que permite ubicar en una línea horizontal imaginaria la posición ideológica de candidatos, partidos y votantes.

La evolución política, económica y social de finales del siglo XX, como han defendido Ulrich Beck, Anthony Giddens y Scott Lash en su obra Modernidad reflexiva, ha implicado que estos anclajes han perdido capacidad movilizadora debido a la aparición de nuevos anclajes o conflictos políticos propios de la postmodernidad, como la lucha por los derechos de la mujer, el respeto de las minorías o la preocupación por el medio ambiente.

Por tanto, la movilización e identificación de los votantes dispersos entre conflictos y temas más concretos se convierte cada vez más en una tarea más compleja.

Las ventajas estratégicas de los populismos

Es aquí donde entran en juego las ventajas estratégicas de los populismos, como se ha mostrado a comienzos del siglo XX.

¿Pero qué es el populismo? “Es un movimiento político heterogéneo caracterizado por su aversión a las élites económicas e intelectuales, por la denuncia de la corrupción política que supuestamente afecta al resto de actores políticos y por su constante apelación al pueblo, entendido como un amplio sector interclasista al que castiga el Estado”, según define el diccionario Conceptos fundamentales de Ciencia Política de Ignacio Molina y Santiago Delgado.

En este sentido, los líderes populistas se caracterizan por una legitimidad basada en su autoconsideración como representantes políticos de amplios sectores de la población que se enfrentan a un sistema (presuntamente) corrompido dominado por distintas élites y es aquí donde el odio permite unificar a personas de distintas categorías sociales al otorgarles una identidad colectiva y un enemigo al que perseguir.

En el caso estadounidense, Trump se declaró un representante de los intereses de aquellos estadounidenses castigados por las políticas del Partido Demócrata y un establishment intelectual al que consideraban culpable del desempleo y la penuria económica.

Nosotros y ellos

Este discurso fue posible mediante una lógica binaria: la creación de una definición de un “nosotros” y un “ellos” como representantes de una alteridad enemiga. Así lo demuestra Jeffrey E. Alexander, profesor de la Universidad de Yale, mediante la tabla Estados Unidos (puro) / Ellos (profano) que permite entender los conceptos que dan significado a ese mundo dicotómico.

Jeffrey E. Alexander

Para entender esta lógica binaria entre un “nosotros” y un “ellos” es necesario dirigirse hacia la principal teoría del populismo en la obra de Laclau. El populismo se entiende a sí mismo como un fenómeno de naturaleza discursiva y simbólica, antes que de naturaleza política o ideológica.

El llamado “pueblo” o “nosotros” se construye, según Laclau, a partir de una sobrecarga de demandas sociales que el sistema político no puede procesar de forma diferenciada.

Estas peticiones insatisfechas tejen una frontera política que produce una fractura de la sociedad en dos partes. De un lado, los agentes y elementos que están fuera de ese grupo de insatisfechos (como las instituciones, el establishment…); y, de otro lado, las personas cuyas demandas no han sido atendidas. Sin embargo, esa frontera política es indeterminada, como señala Laclau, y las demandas de las personas se igualan como “populares” a partir de una demanda individual que actúa como definidora de todas las demás.

El líder populista define quién es parte del pueblo y quién no

En síntesis, la estrategia populista de Laclau concede al liderazgo populista la capacidad de definir quién es es parte del pueblo y quién no, y a través del discurso del líder crea una univocidad o sentido único que permite unificar las demandas de multitud de personas por muy dispares que sean sus situaciones sociales. Él es quien define a los protagonistas y antagonistas, teje el relato y propugna una meta política como final deseable a alcanzar.

Es aquí donde el odio entre el ellos y el nosotros se convierte en un instrumento capaz de otorgar sentido de realidad a esta estrategia discursiva y movilizar política y psicológicamente a personas que de otra forma difícilmente serían movilizadas.