Semana Santa: “Nadie va a salvarnos. Y eso es lo mejor que podría pasarnos.”
Tiempo de procesiones, de silencio ritual, de figuras que cargan la cruz mientras los demás observan, aplauden, oran o simplemente miran desde lejos.
La escena es conocida: hay un sacrificio en curso, una multitud expectante, esperanza depositada en un solo cuerpo.

Y después, hay resurrección… para quienes aún creemos.
Ahora míralo desde otro ángulo:
¿Cuántas veces repetimos esa historia cada vez que exigimos que alguien “nos saque de esta situación”?
¿Cuántas veces entregamos la cruz al siguiente político, al nuevo salvador, al desconocido valiente que promete redimir lo que otros ensuciaron?
La narrativa es clara, repetida y reconfortante: “Los políticos de carrera nos han fallado. Necesitamos a alguien nuevo, sin historia, con coraje y decisión para cambiarlo todo.”
Suena justo. Suena renovador.
Pero también suena vacío.
Ese discurso no busca transformación.
Busca redención sin duelo, justicia sin responsabilidad y limpieza sin haberse ensuciado nunca.
Porque al afirmar que “la política está podrida” como si nosotros estuviéramos intactos, construimos un altar para el nuevo salvador… solo para tener a quién culpar cuando también nos decepcione.
La verdad es más incómoda: el político que criticas es la parte de ti que se adaptó, obedeció, se benefició y ahora quiere limpiar la escena sin declarar su rol en el crimen.
¿Crees que traer a alguien “sin pasado político” soluciona algo? No. Solo trasladas el deseo de cambio a otro, limpio, nuevo, proyectado. Le entregas tu esperanza como una ofrenda y, con ella, tu poder de actuar.
Pero la política no se corrompe sola. Se corrompe en la medida exacta en que la ciudadanía deja de encarnarla.
Tu abstención es complicidad disfrazada de superioridad.
Tu indignación es el maquillaje de tu rol pasivo.
La rabia colectiva no necesita una cara nueva.
Necesita una ciudadanía dispuesta a mirar su propio reflejo sin filtros.
El problema no es el político profesional.
Es la narrativa infantil que sigue buscando figuras paternas simbólicas porque no quiere madurar.
Queremos cambios sin crisis.
Fuego sin quemarnos.
Refundación… sin aceptar que eso implica destruir primero el mito de nuestra propia inocencia.
Y no.
No hay reforma sin asumir que también fuimos parte de lo que ahora señalamos.
¿Quieres una política distinta?
Empieza por dejar de repetir consignas y escribe tu propia voz.
No esperes al líder ideal.
Conviértete en alguien con la valentía de no necesitarlo.
Tu voto no es lo que te hace ciudadano.
Lo que te hace ciudadano es lo que estás dispuesto a sostener cuando se acaba la esperanza y empieza el compromiso.
Así que dejemos de buscar héroes.
Y empecemos a actuar como si ya no los necesitáramos.
Porque no los necesitamos.
Necesitamos mirarnos con verdad, asumir lo que evitamos y hacernos responsables del sistema que aún espera que despertemos.
Porque, al final, nadie va a salvarnos. Y por fin… eso puede significar algo bueno.
Y esta Semana Santa podría ser algo más que una fecha litúrgica.
Podría ser una metáfora incómoda: la última vez que cargamos en otro el símbolo de lo que nos corresponde cargar juntos.
Tal vez el verdadero acto de madurez ciudadana no sea esperar resurrecciones milagrosas…
sino declarar, por fin, que ya no necesitamos mártires para hacer lo que nos toca.
Ni en la política. Ni en la vida.